En su piel verde se pasean unas líneas de sol que ingresan por la ventana. Una vista que recuadra dos casas que le dan sus espaldas sucias y desnudas. La respiración del viento hamaca sus extremidades tímidas llenas de enervaduras que no la vuelven sino una planta anciana.
Hermética en unas guardas incas, mapuches, onas. Una maceta para cada primavera.
Ya no tiene la estelaridad de su primera temporada, pero acapara un rincón con manchas de humedad con elegancia y buen porte. Una especie de ser extraviado en ese paisaje.
En ocasiones los gatos de la casa la confunden con la caja de sus necesidades. Ella se vuelve un poco más immune perdiendo el uniforme verde para vestir a lunares amarillo nicotina.
La señora H. con frecuencia olvida regarla.
Cuando repara de sus descuidos la empacha de una ración golosa de agua. Su tronco acepta el estrangulamiento temporal y resiste. Las épocas de sequía no son tan malas, peor es la indiferencia.
La señora H. telefonea a sus hijos a diario.
Las 15:40 para su hijo Roberto, otro de esos economistas que conoce el precio de todo pero el valor de nada.
Las 18:30 son para la menor, Graciela. No puede dejar de verla como si todavía tuviese trece años y fuera al colegio de monjas de Parque Chacabuco.
Cada llamada, un ejercicio literal. 23 plantas de maceta y 5 de techo como garantía de soledad.
Miren esta viejita, que se pasea con listas de supermercado viejas, esperando tildar en el 2 y en el 6 la repetida Pasta dental Odol que nunca encuentra. Que ninguna catarata le impide comprarse religiosamente el sudoku. Esta viejita el muestrario de un recuerdo.
A la señora H. se le escapan los detalles. Tal vez por Alzheimer, tal vez por humanidad. Pero sus hijos, dignas réplicas genéticas de ella, la riegan por teléfono cuando advierten una imagen de culpa mientras chequean sus mails, organizan un fin de semana en el Tigre.
Y piensan en la vieja, que ya está vieja y sola y con plantas y gatos y qué cosa, debería llamarla más.
– Hola ma, ¿cómo anda todo por allá? ¿fuiste a cobrar la jubilación?.
– No, ma, ya te dije que a esa hora no puedo.
– A la noche tampoco, ma. ¿No podés decirle al portero que te acerque? Bueno, ma, te voy dejando que me hierve el agua de los fideos.
Tardes que pasan, gemelas idénticas de otras tardes, siendo imposible distinguirlas las unas de las otras, escondiéndose y aislando de la memoria.
Ahí está la señora H. Sentada en la silla de mimbre, aguardando en línea. Cada hora que se desmorona en la inoperante indiferencia.
Parece que eso es todo. El almanaque destiñido en alguna puerta de heladera que nadie se tomó el trabajo de cambiar.
Interruptores que se prenden y se apagan para únicamente despertar a los espejos entre deshechas risas de porcelana que se pasean entre mantelitos y puntillas, flores artificiales y vajilla china.
Una mañana, sin previo aviso, la señora H. es víctima de esas brutalidades matutinas que revientan contra la taza de café con leche: la planta agoniza.
La vida se le va desgastando rama a rama, en un otoño letal y precoz. No hay fertilizantes, litros de agua, ni amor que alcancen para que ría en su fotosíntesis averiada.
En la trampa de la rutina algo se fue y la señora H. se enteró tarde.
H. llora. Sus dedos la sostienen como pájaros enojados.
Crucifica sus brazos de hojas secas en una estructura de palitos de helado y cinta de embalaje. A través de tres días consecutivos le suministra espacio en esa primer fila donde ubica las más flamantes piezas de su colección, donde el exceso de sol acaba por matarla del todo.
Los gatos desorientados hacen del luto una catástrofe escatológica en la tina del baño. La señora H., por vez primera, olvida llamar a las 15:40 y 18:30 a sus hijos.
Y todos los relojes del mundo guardan silencio mientras ella se despide de su planta. Se despide, con esa mezcla de cansancio y resignación con la que lloran los viejos cuando cualquier muerte insignificante les parece un preámbulo de la suya.
H. piensa que no le queda más que el tiempo, y es cuestión de esperar a que eso también la abandone.
– Hola ma, ¿está todo bien? Hace una semana no llamás.
– Se me murió Adela, Graciela. ¿Te acordás de Adela? La trajo tu papá del sur un tiempo antes de que le de cáncer.
– Ay ma, sí, pero estaba viejita, ¿querés que vayamos a comprar otra? Podemos ir al Vivero que queda camino a Pilar, ese que te gusta tanto.
– No, yo quiero a Adela.
A pesar de la insistencia de Graciela, la señora H. se niega a reemplazar la planta. La vejez le regala trocitos de infancia: no controlar esfínteres, los suplementos de hierro, la incomprensión ajena. Incomprensión que permuta lo perdido por algo potencialmente perdible, como si se tratase de una barbie extraviada en el arenero.
Al cabo de cuatro meses H. muere. El parte clínico comunica que su corazón fue atacado. No especifica si por la vejez o la soledad. Lo cierto es que cada pasajero del velorio se encarga de discutir activamente los motivos con esa ambigüedad que caracteriza todas las cosas humanas.
Roberto se repliega en un llanto a moco tendido. Toma su cara con ambas manos, reemplazos más dramáticos que pañuelos. Llora, desfallece en palabritas. Quiere patalear pero el examen imaginario de sus penas le recuerda que hay colegas y gente de traje.
Graciela se desarma en pasos. Una corriente indiferente que va de la nada a la nada. Mira a la señora H. Trae un vestido blanco con algunos adornos de flores. Nunca extrañó a su mamá así, teniéndola tan cerca.
Las manos están entrelazadas artificialmente, a la fuerza. Esa no es su mamá, no, esta carcaza, esta bolsa de huesos no es mi mamá.
Por momentos se enoja. Odia los velorios y más los velatorios. Odia la decoración, el agregado religioso, el crucifijo congénito. Odia sentir como si estuviese en la escena de una porno de Drácula, con los Cristos pendiendo de luces de neón.
Se odia a ella, por no haber sido capaz de llamar una puta vez a su mamá en cuatro meses.
Graciela visita por última vez el departamento de la Señora H. un poco porque sí, otro poco por culpa. Porque lo que nunca hacemos la ausencia lo tramita mucho más fácil. Se vuelve a odiar por no haber comprado un Ficus o alguna otra planta.
Se sienta a la mesa entre cajitas de remedios y diarios amontonados. La puede ver: ahí sentada en su sillita de mimbre, pidiéndole un nieto, conformándose con que se quede a ver la tele con ella.
Se reparten como ladrones un motín de culpas y nostalgias. Le roban todo. Ahí, el patio que ya no comparten sus ojos. Allá, las plantas que tanto la alegraban.
Está donde haya ruidos de teléfono, olor a viejo. Siempre en el lugar exacto donde sus soledades la buscan. En las 15:45 y las 18:30, que ahora son horas vacías, más inútiles de lo que les parecían antes.
Y se dan cuenta que su mamá, esa vieja llena de cositas y chucherías, les alumbraba la vida cotidiana.