Un cuadrante de la nada

Se apaga un día,


Con él los árboles

se vuelven ingenuos,


las bicicletas 


antiguas máquinas solitarias,


las sombras son bocas

de palabras siniestras. 


 

Los patios de las casas


se asfixian entre cuatro paredes,


sin sus niños y pelotas.

 

 
Los faroles se anuncian,


intimidando a los papeles

que pasean sin destino, 


péndulos deprimidos.

Me preguntás dónde fueron

las risas

y los ruidos del día,


mientras las hamacas de las plazas


se ahorcan en cadenas.

 

Faltan tres cuadras

La noche
este vacío incontable
veo los cables de electricidad y los alambres

tejen telarañas para cazar algo de luz.

Cuál será la finalidad de nuestros pasos, 

que caminan sólo porque conocen el camino.

Y cuál la de nuestra rutina 

que ni siquiera se agrada ella misma.
Por cada una cuadra

tres familias se burlan de la canasta familiar.


Familias que más que de hambre

morirán de olvido.

Y como homicidas mudos, 

pasarán miles de transeúntes impunes. 


Una vez más
Los cupos de amor son limitados


Una lotería es la vida
Y en noches como ésta, 

Lo comprobamos.

La señora H.

En su piel verde se pasean unas líneas de sol que ingresan por la ventana. Una vista que recuadra dos casas que le dan sus espaldas sucias y desnudas. La respiración del viento hamaca sus extremidades tímidas llenas de enervaduras que no la vuelven sino una planta anciana.

Hermética en unas guardas incas, mapuches, onas. Una maceta para cada primavera.

Ya no tiene la estelaridad de su primera temporada, pero acapara un rincón con manchas de humedad con elegancia y buen porte. Una especie de ser extraviado en ese paisaje.

En ocasiones los gatos de la casa la confunden con la caja de sus necesidades. Ella se vuelve un poco más immune perdiendo el uniforme verde para vestir a lunares amarillo nicotina.

La señora H. con frecuencia olvida regarla.

Cuando repara de sus descuidos la empacha de una ración golosa de agua. Su tronco acepta el estrangulamiento temporal y resiste. Las épocas de sequía no son tan malas, peor es la indiferencia.

La señora H. telefonea a sus hijos a diario.

Las 15:40 para su hijo Roberto, otro de esos economistas que conoce el precio de todo pero el valor de nada.

Las 18:30 son para la menor, Graciela. No puede dejar de verla como si todavía tuviese trece años y fuera al colegio de monjas de Parque Chacabuco.

Cada llamada, un ejercicio literal. 23 plantas de maceta y 5 de techo como garantía de soledad.

Miren esta viejita, que se pasea con listas de supermercado viejas, esperando tildar en el 2 y en el 6 la repetida Pasta dental Odol que nunca encuentra. Que ninguna catarata le impide comprarse religiosamente el sudoku. Esta viejita el muestrario de un recuerdo.

A la señora H. se le escapan los detalles. Tal vez por Alzheimer, tal vez por humanidad. Pero sus hijos, dignas réplicas genéticas de ella, la riegan por teléfono cuando advierten una imagen de culpa mientras chequean sus mails, organizan un fin de semana en el Tigre.

Y piensan en la vieja, que ya está vieja y sola y con plantas y gatos y qué cosa, debería llamarla más.

– Hola ma, ¿cómo anda todo por allá? ¿fuiste a cobrar la jubilación?.

– No, ma, ya te dije que a esa hora no puedo.

– A la noche tampoco, ma. ¿No podés decirle al portero que te acerque? Bueno, ma, te voy dejando que me hierve el agua de los fideos.

Tardes que pasan, gemelas idénticas de otras tardes, siendo imposible distinguirlas las unas de las otras, escondiéndose y aislando de la memoria.

Ahí está la señora H. Sentada en la silla de mimbre, aguardando en línea. Cada hora que se desmorona en la inoperante indiferencia.

Parece que eso es todo. El almanaque destiñido en alguna puerta de heladera que nadie se tomó el trabajo de cambiar.

Interruptores que se prenden y se apagan para únicamente despertar a los espejos entre deshechas risas de porcelana que se pasean entre mantelitos y puntillas, flores artificiales y vajilla china.

Una mañana, sin previo aviso, la señora H. es víctima de esas brutalidades matutinas que revientan contra la taza de café con leche: la planta agoniza.

La vida se le va desgastando rama a rama, en un otoño letal y precoz. No hay fertilizantes, litros de agua, ni amor que alcancen para que ría en su fotosíntesis averiada.

En la trampa de la rutina algo se fue y la señora H. se enteró tarde.

H. llora. Sus dedos la sostienen como pájaros enojados.

Crucifica sus brazos de hojas secas en una estructura de palitos de helado y cinta de embalaje. A través de tres días consecutivos le suministra espacio en esa primer fila donde ubica las más flamantes piezas de su colección, donde el exceso de sol acaba por matarla del todo.

Los gatos desorientados hacen del luto una catástrofe escatológica en la tina del baño. La señora H., por vez primera, olvida llamar a las 15:40 y 18:30 a sus hijos.

Y todos los relojes del mundo guardan silencio mientras ella se despide de su planta. Se despide, con esa mezcla de cansancio y resignación con la que lloran los viejos cuando cualquier muerte insignificante les parece un preámbulo de la suya.

H. piensa que no le queda más que el tiempo, y es cuestión de esperar a que eso también la abandone.

– Hola ma, ¿está todo bien? Hace una semana no llamás.

– Se me murió Adela, Graciela. ¿Te acordás de Adela? La trajo tu papá del sur un tiempo antes de que le de cáncer.

– Ay ma, sí, pero estaba viejita, ¿querés que vayamos a comprar otra? Podemos ir al Vivero que queda camino a Pilar, ese que te gusta tanto.

– No, yo quiero a Adela.

A pesar de la insistencia de Graciela, la señora H. se niega a reemplazar la planta. La vejez le regala trocitos de infancia: no controlar esfínteres, los suplementos de hierro, la incomprensión ajena. Incomprensión que permuta lo perdido por algo potencialmente perdible, como si se tratase de una barbie extraviada en el arenero.

Al cabo de cuatro meses H. muere. El parte clínico comunica que su corazón fue atacado. No especifica si por la vejez o la soledad. Lo cierto es que cada pasajero del velorio se encarga de discutir activamente los motivos con esa ambigüedad que caracteriza todas las cosas humanas.

Roberto se repliega en un llanto a moco tendido. Toma su cara con ambas manos, reemplazos más dramáticos que pañuelos. Llora, desfallece en palabritas. Quiere patalear pero el examen imaginario de sus penas le recuerda que hay colegas y gente de traje.

Graciela se desarma en pasos. Una corriente indiferente que va de la nada a la nada. Mira a la señora H. Trae un vestido blanco con algunos adornos de flores. Nunca extrañó a su mamá así, teniéndola tan cerca.

Las manos están entrelazadas artificialmente, a la fuerza. Esa no es su mamá, no, esta carcaza, esta bolsa de huesos no es mi mamá.

Por momentos se enoja. Odia los velorios y más los velatorios. Odia la decoración, el agregado religioso, el crucifijo congénito. Odia sentir como si estuviese en la escena de una porno de Drácula, con los Cristos pendiendo de luces de neón.

Se odia a ella, por no haber sido capaz de llamar una puta vez a su mamá en cuatro meses.

Graciela visita por última vez el departamento de la Señora H. un poco porque sí, otro poco por culpa. Porque lo que nunca hacemos la ausencia lo tramita mucho más fácil. Se vuelve a odiar por no haber comprado un Ficus o alguna otra planta.

Se sienta a la mesa entre cajitas de remedios y diarios amontonados. La puede ver: ahí sentada en su sillita de mimbre, pidiéndole un nieto, conformándose con que se quede a ver la tele con ella.

Se reparten como ladrones un motín de culpas y nostalgias. Le roban todo. Ahí, el patio que ya no comparten sus ojos. Allá, las plantas que tanto la alegraban.

Está donde haya ruidos de teléfono, olor a viejo. Siempre en el lugar exacto donde sus soledades la buscan. En las 15:45 y las 18:30, que ahora son horas vacías, más inútiles de lo que les parecían antes.

Y se dan cuenta que su mamá, esa vieja llena de cositas y chucherías, les alumbraba la vida cotidiana.

Cartas de gente cualquiera- Tómese un tren

Llegué a la plaza alrededor de las 20:30. Miserere y su estado sanitario depravado. Este vivero de ratas, esta plaza mágica. Pasa con algunas plazas. Un día nos dejamos encantar por el hechizo de la costumbre, y ahí te quiero ver. Por rutina o descuido estás en estas filitas. Se cumple con la rígida eficacia de un reflejo condicionado. Esta fila de Satán camino a la saraza-zá mayor.
Los ríos de gente se van acomodando invariablemente. Los que van para Luján, siempre respetando las hileras simétricamente. Los que vamos a Rodríguez y Moreno, llevando lo mejor que podemos nuestra existencia. Los que van a alguna parte donde nadie sabe quiénes son ni tampoco importa demasiado, y este lugar en general es Mercedes. Estos últimos llevan valijas enormes, bolsos con insumos y provisiones que probablemente excedan su travesía de dos o tres días, y una expresión impresa de puerilidad, como chicos que esperan las doce para abrir los regalos de navidad.
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Adelante mío había uno de estos hombrecitos que intentan disimular la calvicie con peinados originales al que escuché decir “si pasás el farol, entrás, a partir del farol, no conseguís lugar, es así”. Un farol, un puto farol me está condicionando la vida. Nada de formación académica constante, de invertir en capacitación y educación para elegir en la vida. Acá es un farol. De morfología irrelevante, color indistinto, talentos nulos. Marcándonos el destino a mí y a 70 pelotudos más. Pelotudos (y acá me incluyo) a los que se nos agotan las banalidades, de quienes dan ganas de solidarizarse. Somos bípedos parlantes comprobándonos los unos a los otros que aunque cueste asumirlo, la vida a veces es así, tan mínima, tan tontita. Mientras un farol hace de afiche vía pública del Gobierno de la ciudad, eligiendo quiénes están bienvenidos y quienes no. Recordemos que a partir de la General Paz planean levantar un muro, y es muy probable que este farol del orto sepa, al igual que Mauricio, que vivo en los vastos y recónditos confines de la concha de la lora en Moreno City.
Aparte, esa justificación blanda y débil de los cordones provinciales no la quiero oír más. No insistan, pasando la General paz también hay un par de lugares copados: algunos countries, Pinamar, el Parque de la costa. Qué se yo, lugares, destinos, cosas. Cuestión de cazar su guía Filcar e indagar.
La fila avanza. Miro al farol. Trato de comunicarme en un dialecto que se transmita por un principio de fotodinámica. “Dejame entrar, hijo de puta, hace frío, me estoy meando, el de al lado tiene olor a tapir”. No me escucha, o por lo menos no me responde. Todo esto transcurre mientras un oligofrénico que vende pelotas de látex luminoso grita ‘La bola de Harry Potter, la auténtica, la única’. Y la pelota, que es la mismísima cara de la verga, lo último que puede llegar a ser es la de Harry Potter. ¿Es que este señor no leyó el libro?, ¡qué digo! ¿ acaso no vio la tapa?. Era una piedra, no una bola.
Entonces una señora se me acerca. Yo tengo esta facultad de parecer buena mina a los extraños. Me charla, primero del clima, cosa que me hace pensar que alguna vez trabajó manejando un taxi. Después de la inseguridad, me dice que su hijo el mayor fue recientemente asaltado, que en este país no se puede vivir. Siento deseos genuinos de preguntarle qué carajo le hace pensar que me importa la vida de su hijo el mayor. Entonces inmediatamente le ordeno a mi cerebro llevar esta información al anaquel de los deseos reprimidos y asiento. Le digo que sí, que está brava la cosa. Ella igual sigue, sin lugar a dudas es de esas personas sin ningún conflicto para relacionarse o fobia social. Gente que no se conoce entre sí pero que se habla igual. No sé cómo funciona pero lo he visto, es así, y pasa todo el tiempo.
– ¿Viste esto del tren?, ay qué desgracia pobre gente. ¿Vos en qué vagón ibas?
– No, yo no estaba en ese tren, por suerte entro un poquito más tarde al laburo.
– ¿Y pero si hubieses ido en qué vagón hubieses estado?
Y quiero zamarrearla, gritarle a golpes limpios NO señora, no, me cago en Dios, deje de jugar al guionista de Destino final, que no estaba en el puto tren.
Y esta era una doña bien. Clase media. Familia con aires patricios, acentos pretenciosos, labrador o golden retriever suelto en el parque del chalet con ladrillo a la vista. Votan conservador, dicen ser católicos apostólicos romanos aunque jamás hayan ido a misa. De esa gente que vive en estado de casting tratando de ser clase media alta, aunque el capital no acompañe.
Habla de sus hijos y se le congestiona la cara de gestos. En especial habla del mayor cosa que me lleva a distinguir una cierta preferencia. Dice que tiene un puesto muy importante en una empresa del exterior. Me imagino que es un analista jr. de at&t, IBM, Vrizon, Deloitte, Price o alguna otra de esas multinacionales para engendros que creen que con un título de licenciados en marketing de una facultad privada medio pelo ubicada en Independencia y 9 de julio la tienen atada. Hasta me sugiero mentalmente que durante el primer año de la carrera fue telemarketer.

Fuera de las señoras bien, se me acercan TODOS. Vagabundos, indolentes, travestidos ecuatorianos, las palomas con sus cagos paracaidísticos, el de las pelotas de Harry Potter, el que vende el chocolate “hambleRR” y el espejo “doble FaXX”. Y yo que NO SÉ, mi cara engaña.
Me gustaría contarles que me alimento de soledad. Que como a toda persona que le quitan el alimento, el agua, el aire, no puede vivir, a mí me pasa eso con la soledad. Yo dependo de ella, o mejor aún: MI SILENCIO. Dependo, no es algo que me enorgullezca, pero bueno señora en 3 2 1, esta conversación de compromiso terminó. Y si todo funciona como indica mi teoría, la señora, visiblemente dotada de una pelotudez de imponentes dimensiones, debería acatar empíricamente quedándose muda, darme una palmadita jugando con mis cabellos en un dulce gesto de amor a los canes, y decir ‘Ya, ya, buena niña’. Si no pasa eso puedo seccionarle la garganta y a la mierda.

Francamente, la vida me tenía horrorizada. Lo que un individuo tiene que hacer para tomarse un colectivo es INMORAL. Pero no, había más. Justo cuando uno cree que podría probar con vivir en una montaña recluido comiendo polenta y leche de cabra, leyendo Así habló Zaratustra y consagrándose al olvido social, aparece algo que nos sorprende más. Un pasacalles acaparó toda mi atención: ’20 años y tengo la ilución de envejecer junto a ti’. Yo tengo la iluSión de que asistas a un colegio, hagas uso de algo llamado educación, que es: laica, gratuita, no discrimina sexo, credo, ni raza. Ya en esta última categoría pude adivinar que la suya debía ser de índole extranjera porque sino no trataría de ‘ti’ al amor de su vida. Cuya existencia se banca hace 20 años su olor a pedo y mal aliento.
A esta clase de improperios uno debe someterse para tomar esa masa de pestilencias que se proclama tranvía, bondi, subte. Con tan mala leche que yo los tomo a todos, y todos juntos. Supongo que a fuerza de paciencia voy a entender que es la única alternativa para viajar mientras continúo desarrollando mi máquina de teletransportación, o siempre está la posibilidad de mudarme y vivir en el lado más soleado de la General Paz. Comería arroz y fideos todos los días, pero mi vida social sería mucho más próspera. Llegué a la conclusión de que el costo de una vida porteña restringiría mis ambiciones personales. Entre las cuales se encuentra esperar a que la señora presidente tenga una clarividencia espiritual donde conceda créditos hipotecarios, o regule el régimen despótico de alquileres y expensas. Aunque el Sarmiento se descarrila y el McDonald’s de Once se viene abajo. El mismísimo Dios se enteró que en el Oeste está el agite y nos quiere borrar lentamente del mapa, porqué la señora K habría de ofrecerme más soluciones. Qué se yo, laburando dos o tres años en Constitución creo que llego. Sólo que eso es como una ruleta rusa pero siempre cargada. Podría probar con Palermo que ahí está todo copado por trabas, capaz encuentro un nicho perdido de heterosexuales y me hago una linda fortuna.

Cartas de gente cualquiera- El crimen muy organizado

El crimen MUY organizado

 

Línea A colmada de seres como si no existiese un mañana. Viajar ya es nefasto con esos vagones de madera balsa de 1810 que no pueden más, con el aroma de ingles y axilas que consternarían cualquier control de higiene, en fin..con la concurrencia de hora pico.

Hete aquí la situación, un natalia natalia arribó a mi lado en pasco. Aspecto regular, varias citas postergadas al ortodoncista, y una indumentaria desaliñada estándar.

Se dispuso a cometer actos vandálicos MUY alebosos. Básicamente por lo bajo abrió mi cartera. Yo me percaté, no por talento policíaco (de hecho no portaba mis borcegos de jeriff), sino porque tendría que haber carecido de sentido del tacto para no notarlo. Lo miré con cara de ‘qué fachiamo?’.

Él negó con un gestito bien logrado de ingenuidad, ‘disculpá’ musitó. TEARS. Al bajarme en once se volvió algo así como mi gemela siamesa. Su manecita estaba en mi cartera, imantada por mi billetera(??). De todas las víctimas que podría haber escogido yo fui LA PEOR sin lugar a dudas. Mientras revolvía mi cartera debe haber dicho..esta conchuda, cremas, pasta dental, pinturas, toallitas, un alfajor con dimensiones de un probable Jorgito, pervinox (uno nunca sabe cuando se puede herirse), ¿dónde mierda guarda el billetito?.

Lo encontró desgraciadamente cuando yo me bajaba, y no le quedó otra opción que bajarse en eleven station.

Yo: ‘¿Qué hacés en mi cartera la concha de tu hermana?’

Ingenioso Natalia Natalia: ‘La tenías abierta desde hace rato’

Rostro de otros natalias natalias que presenciaron el hecho: (¿????)

 

Este croto merece 5 estrellas por la creatividad y retórica. Sea como sea yo me pregunto, que pretendía el esquizoide amarronado cuando contestó eso: ¿validar el vandalismo? ¿Fundamentar lo que él percibió como una invitación a delinquir?

Hay que tener cuidado, el delito se está aburguesando como todo, y hasta tiene respuestas inteligentes.

Cartas de gente cualquiera II

Mi travesía bolchevique en Saint Peters me quito el aliento. Partimos de Retiro con Eltebi (mi ex hombre socialista) a las 10 am, en un transporte llamado ‘Mini Bus San Pedro Bus’, ¿hay necesidad de ser tan redundante?. El viaje de ida no tuvo grandes sobresaltos. El caudal de niños insportables esperable. La bandejita lacrimógena, escena profunda de la depresión: dos pepas y un sanguche de miga con aires transgénicos. El croto/a que castiga los oídos ajenos sin un ápice de democracia poniendo a todo parlante ‘Ven bailalo’ en su celular touched timado que de seguro trae auriculares.
Qué les puedo decir, la Posada en cuestión era más bien la POSILGA. No sólo no era un ‘complejito de cabañas’ sino que ni en pedo se acercaba a un hostel (te hablo de los hostels precarios, como la casa de Aurelio en pleno terruño norteño que garpás 2 pé la noche en el medio de la nada mientras comés polenta con semblante de heces de lacantante y te pican insectos de una morfología irrisoria).
Era la casa de un viejo bossta. Súper improvisado. Todo un antro de adoración kitsch, si en un futuro la novela se ilustra prometo poner fotos.
Como elementos a destacar podemos remarcar la presencia de UNA HELADERA EN EL PASILLO, y arriba de la heladera, un cuadro horripilante de un payaso..¿¿POR QUÉ???.
Había tres habitaciones y en una dormía el Johnny (que la «tenía clara con el agua») así me dijo el señor bosta cuando entré en estado de hipotermia bañándome. ¡Dile al Johny, dile al Johny!. JOHNNY, JODER, ESTO ES CANADÁ EN AÑO NUEVO, respuestasss, necesito respuestass.
Las habitaciones tenían ventanas que daban a pasillos. Básicamente era la vecindad.

El anciano bosta (que ya ni recuerdo su nombre, hecho que me sorprende dado el matiz turbio y traumático al que me expuso) nos hizo un pequeño tour de las ruinas recauchutadas. Pasamos por el living y había una mesa con herramientas, me refiero a PERTENENCIAS de la gente que vivía ahí. Mientras ornamentaba con frases pelotudas cada lugar por el que pasábamos_: bueno..acá tienen un saloncito, por si quieren comer algo, jugar a las cartas. -en un impulso pertinente a la tercera edad gritó sin previo aviso:
¡enfrente vive Dora!, que a ella pueden ir, y pedirle que les haga..lo que quieran, loooo queeee quieran. Bueno, comidas sencillas, ¿no? empanadas, empanadas de jamón y queso, una pizza capaz.

Me hubiese divertido mucho que dijese ‘este es el play room’, pero con ‘saloncito’ creo que fue un hallazgo semiótico de su parte. Hasta se animó a decir: ¿y, qué les parece? Acá van a estar cómodos como en su casa.
Me hubiese gustado gritar obscenidades en un dialecto que sonara intimidante y con altas probabilidades de escupir como el alemán, o defecarme en su tapete trágico de bienvenida. Me contuve. Y sólo atiné a contestar: No me caben dudas, como en casa.
ESTO ES UNA CASA.

Había un aire acondicionado partido a la mitad por una pared, sí, imagínenselo en su esplendor de originalidad y tacañería. El tipo dijo: Johny, aquí en casa corremos riesgos, no tenemos que elegir una sola pieza, vamos a refrigerar LAS DOS A LA VEZ. Y lo hizo el muy hijo de puta.
El baño era un mini ashwitz con esos paneles de fuego que simulan ser estufas..¿WTF?! la cámara de GAS señores.
En fin…San Pedro es muy divertido, todos tienen sus motitos zanella y escuchan siempre los mismos dos temas de reggaeton. Comen un pedazo de pan rancio con una pastelera que sospecho es a base de arsénico y semen de ovejero alemán, que aparentemente entra en la categoría ‘panifacturados’ llamado enzaimada, enmaizada. En fin, una forrada por el estilo. ‘Han comido su enzaimada? El Johnny les traerá una’.
JOHNNY ARREGLAME EL TEMA AGUA, respuestasss Johnny.

Mi próximo finde afuera va a ser un mardel (Tuyú claro) donde haya gente más normal. Sostengo la teoría que San Pedro es un tipo de secta.

Salgo, no vuelvo.

 

Las filas indias. Sus paredes imaginarias. El aire, como único hilo que nos tensa, nos mantiene erguidos.
Voy a ser parte de esto. Un día cualquiera, de trajes y presentismos. Las mismas frases en los mismos ángulos. La mente impaciente en un cuerpo dormido.
Voy a pasar por el molinete, por su rechazo instintivo. Pero hoy el frío acero, juez de éxodo o ingreso, me va a dejar la panza como un bollito de papel arrugado. Porque uno se pierde y cede por pura inercia en las cosas. Pero en las últimas veces, es ahí donde lo nota. Que lo más simple y repetido tenía su sabor aunque ya se había perdido. Cómo reincidir en el esto y el aquello, por tonto que fuese, tenía su lugar y su sentido.
Hoy el metal parece resistirse un poco más. Tramitalo, tramitalo. Dejame ir.
Veo a los hombres duplicados simultáneamente. Se aseguran que no haya arrugas en el pantalón y rectifican la latitud de sus corbatas. Se apuran a llegar menos tarde a todo eso que no les importa ni les va a importar. Se van sacando los restos de tren sin saber que ellos ya son restos. Preparándose para desfallecer entre armarios grises y expedientes de gente que nunca van a conocer salvo por nombre y apellido. Y no lo saben, lo terrible es que no lo saben.
Con tal de robar tres pasos se olvidan del traje, los zapatos lustrados, la rutina de oficinista impoluto. El ruido se coagula en la entrada. El final del tamiz los libera. Cada uno huye donde sus miserias más los necesitan, por la derecha y por la izquierda.
Los colchones evadidos en el piso, huelen a noche y a dolor. Se escapan del desfile del día lleno de ruidos y gentes. Abandonados en rincones, aunque no tanto como sus dueños que limpian vidrios por cincuenta centavos en Pueyrredón y Mitre.
Sé que cosas así son las que no voy a extrañar. Toda esta mueblería minuciosamente colocada que se reordena en la cotidianidad. Cada uno de nosotros, que nos la pasamos intentando no ser uno, y ser dos, un millón.
Nos quedamos con el autoengaño de que tal vez las ciencias sean seguridades, los besos contratos, las tecnologías facilidades, las sonrisas compañía. Aunque nunca dejemos de ser uno: inseguro, ciego, descompuesto, solo.
Pero no todo es así. Está lo otro que me tira de la muñeca. El olor de casa. El perfume de la vida que me tocó, naciendo cada vez que abro la puerta. El ruido de la calesita de la ropa mareándose en el viento. La cara de mamá cuando lo sepa. Las cosas que se va a preguntar sin nunca encontrar respuesta.
Pero una vez más,lo otro: la distancia, esta torre de candados. La espera que no sabe a quién espera. No. Eso no. Otro tren que sale con su grito oxidado, con el ritmo lastimado. Otro día que va a pasar sin que yo lo vea. Que se va a esconder entre caricias a Bretón en el puesto de diarios. Los hola qué tal previsiblemente injustificados. Multiplicados en noventa escalas de tonos y ánimos. Desparramados en el tiempo, en éste, en otros.
Mientras me sigo enredando más en cada hora. Aunque me enoje y perdone. Aprenda a quererme con itinerarios varios. Más libros subrayados, más música que me recuerda a los recuerdos. Cosas que me recuerdan que estás ahí. Perdón, pero es así.
Y aunque sé que esto es cuestión de tratar, de fallar, y sin importar qué, volver a tratar, volver a fallar. Pienso que hoy fallé mejor. Tiré este corazón por la escalera, lo volví a inventar. Elegí hablarte con el alma en la mano.
Hoy la gente de la estación está igual que siempre. Desordenada y buscando el afuera. Nadan en bolsillos de pelusas, boletos y monedas. Cambian la orientación de sus espaldas poniéndose las mochilas a la altura del corazón. Se miran en los reflejos de las vidrieras y procuran decirle sí a la vida que llevan, a veces se piden perdón. Y a pesar de toda la locura, que no los vuelve sino individuos enceguecidos de ira gritando como gatos que se les pisa la cola, todos llegan a destino sin mucha dificultad.
La verdad es que la plaza siempre espera. No planea moverse ni por tanto espasmo social. Al fin y al cabo, todos vamos a morir, pero no entiendo porqué ayudarnos tanto en eso.
Porque el afuera no los calma. La vida vuelve a barajar las mismas cartas. Esta vez los coloca en otras filas, con otra gente exactamente igual a esa otra gente, y a esa otra. Una vez más nos hace esperar para poder llegar a un lugar de donde siempre tenemos que volver.
Y ya no quiero ir. Ni volver. No es cansancio. No es tristeza. No, no es mediocridad. No es un adjetivo con el que me pueda calificar. Lo único que sé (y esta vez estoy segura de entender esa palabra por primera vez en la vida) es que así se siente la verdad.
Y la mía es una felicidad de equilibrio intermitente. Una presencia permanentemente ausente. Es adentrarse al corazón de la plaza, bordear cada país de palomas, entre vagabungos, prostitutas e indigentes. No saber qué hacer con vos. Pensé que necesitaba tiempo para olvidarte, pero sabés, el tiempo siempre estuvo de tu lado.
Dolor, esto es lo mejor que encontré para vos. Esto es lo único que puedo hacer con vos. Y hoy ya no voy a mirar para atrás, porque no es ahí a donde voy.
Al único que voy a mirar es al sol. Confío en él porque incluso hoy me va a dar calor. Y hasta en los días verdaderamente vacíos se detuvo el minuto necesario para darme en la cara. Decidido a hacerse notar, mezcló a todos en sus patas doradas. Manchó de color las vidas más apagadas.
Quiero que su luz seque todo más rápido. Que me retrate en un marco escarlata. Quiero que esta muerte soleada les sea ajena, les sea lejana.
Me hago responsable de esto que siento. No de lo que sientan.
Me hago responsable de esto que escribo. No de lo que entiendan.

Cartas de gente cualquiera

La última vez que te ví me preguntaste si mi trabajo me gustaba. Si además de pagarme bien y en fecha me hacía verdaderamente feliz.

Mi trabajo no me llena, no me gusta y no… no hace que me levante feliz y contento. Hace que me levante.

Tengo un perfil laboral técnico. Y una historia en fábricas. Es por eso que no me cuesta mucho conseguir trabajos de operario. Generalmente en la parte productiva de la empresa, léase negro obrero. Son todos muy similares. Mientras estés en piloto automático y no te mandes grandes cagadas está bien. La paga y el trato hacia el personal depende mucho de la empresa. Más o menos son todos la misma mierda. Lo que tiene de bueno éste en particular es que ofrece un sueldo decente. Si tuviese el tiempo y la energía necesarios podría hasta viajar.

 Mi jefe no es mal tipo, al principio parecía medio secote y me echaba unas cagadas a pedos infernales. Viste que yo soy medio despelotado y es fundamental repetirme las cosas trescientas veces. Pero después aflojó, y a veces me da la sensación que cuando me mira ve algo de él cuando era un chepibe.  Aparte me dí cuenta que una vida entera dando la vida por cosas que ni se acercan a llenarte un poco te convierten en eso: gente que está ahí, pasando.

 

Ah, no sé si te lo había llegado a decir esa noche, pero trabajo en Mastellone, más exactamente en la sección de empaque de quesos. No requiere una gran inteligencia. Sólo un mínimo de agilidad para las tareas y otra pequeña cuota de interés por lo que hago. Con eso, más algunas otras cositas, puedo mantenerme un tiempo en relación de dependencia. Ya veré, me pondré un Rapipago, un maxikiosco como el de Oscar. ¿Te acordás del gordo? Qué será de su vida, siempre apurado con esa camisa beige llena de lamparones de agua, puteando de la mujer que no le llevaba los pibes al colegio, que no le hacía una comida que zafe, que nada y nada, la mujer solo sabía ponerle los huevos bien al plato.

 

Volviendo al laburo te cuento que más que nada exige esfuerzo físico, pero la monotonía de las tareas deja un desgaste mental también. Lo primero se soluciona con comer, dormir, descansar. Lo otro quizás requiera un cable a tierra: ir a pescar, un perro, una familia que te espere cuando llegues a tu casa, un fin de semana en Trenquelauquen. Como te conté muy por arriba la última vez que nos vimos, mi cable a tierra decidió no serlo más.

Muchas veces sacrifiqué (con todo gusto) esas tan preciadas horas de sueño por pasar unas horas más despierto con ella, porque de alguna manera eso también era soñar. Así lo hacía, me iba a laburar habiendo dormido poco, pero con la cabeza clara y despejada. Manejando por la General Paz a las cinco de la mañana, porque si algo conocemos los operarios es el olor de la madrugada, los rosas de sus cielos, la calma de sus calles. Me ponía Los Redondos, bajaba la ventanilla, sacaba el brazo, atrapaba el aire con la mano, lo apretaba. Eso, eso era el presente. Repetirme su imagen en cada esquina. Decirme: bueno, tal vez no tenés la vocación, y sí, sos un choto en el trabajo, pero loco en la vida sos humano. No vas a ser ni el primer ni el último pobre tipo. Pero tal vez podés ser el primero de esta especie en enorgullecerse de hacer esta otra cosa bien: vivir.

Hoy voy a trabajar fresco y con un cuerpo que responde. Pero siento un vacío enorme. Varias veces me sorprendo hablando solo. Preparando discursos y conversaciones que nunca voy a tener. No estoy seguro si la extraño a ella , o esas pequeñeces tan lindas como que te llegue un mensaje preguntándote qué querés de cenar. Esa cosita tonta del detalle me hace tanta falta.

 

Con respecto a mi potencial, siempre dudo de él y soy yo mismo quien pone palos en mis ruedas. Si se trata de algo para mí, no poseo la perseverancia necesaria para incentivarme y mantener el ritmo que requiere sacar a flote un proyecto, un plan. Habría que consultarlo en la carta astral, parece que tengo un Saturno que se vino a pique, ni idea. Cuando se trata de hacer cosas para los demás, sobre todo si es alguien que quiero, puedo dedicarle horas. No sé bien porqué.

 

¿Vos cómo estás? ¿la panza sigue creciendo?